OPINION: HUBO UN TIEMPO QUE FUE HERMOSO… HOY

Para quienes transitamos ya el segundo tiempo de este partido que es la vida, gozamos de la adolescencia en los años `80 –en otro país, otro mundo, casi irreal visto desde el presente…- y siempre tuvimos a los autos como parte indisoluble de nuestra vida, el Fiat 600 (y también, justo es decirlo, el 2 y 3 CV de Citröen) formó parte de incontables noches de insomnio. A mediados de esa década, en pleno tránsito por el colegio secundario alfonsinista, poder acceder a una “Bolita” o un “Citro” –desde ya que con mucho más de una década de antigüedad sobre los hombros- era una meca lejana, pero realizable. Se podía soñar con ellos.

Aquellos selectos elegidos (no más de tres o cuatro entre 60 imberbes) que accedían –trabajo y/o/u ahorros y padres mediante- al status de poseedores eran considerados, en el colegio industrial de automotores de Monte Castro, poco menos que Dioses que bajaban del Olimpo para favorecernos con su saludo.

Si el programa era “ratearse” y gozar de los ingobernables deslizamientos del tren trasero en los empedrados mojados del barrio o acceder a los incalcanzables favores de la mejor rubia del vecino ENET Nº27, no había compulsa posible: ganaban siempre los fierros.

Por eso es que la relación con los autos -y sobre todo con esos dos modelos tantas veces anhelados y protagonistas de discusiones y relatos pasionarios al borde la piñas-, la mido desde una perspectiva muy especial, íntima. Por consiguiente, la llegada en 2008 del 500 (que “afuera” es 500, pero “para nosotros” es, melancólicamente, el inolvidable 600) me tocó de una manera particular. Imposible separar lo profesional de lo personal. Quizá, porque nunca llegué –finalmente-, a adquirir uno: pero creo que el deseo fue tan grande que, casi, es como si lo hubiera materializado. Drexler lo dice claro y mejor: “a veces se añora en la vida, algo que nunca llegó a pasar”.

Lo segundo que pensé cuando –finalmente- las llaves del 500 blanco y reluciente estuvieron en mi poder, fue salir para Caseros (lo primero, antes que nada, fue “hacerle” un tanque sin bajarme ni para ir al baño) y llegarme hasta la casa de un amigo del alma, Oscar, fanático del modelo y feliz y envidiado poseedor –en aquellos años- de uno. Blanco también, que no arañaba ni por terminación la década del ‘70 y que se transformó en “sufrido material práctico” de nuestras pretensiones mecánicas y que calentaba como el quinto averno aún en medio del más crudo invierno porteño.

Me interesaba –sin previo aviso- observar la reacción primaria de alguien para quien como para mí, el modelo representaba una parte de nuestras vidas; más allá de que éste es otro auto, dirigido a otro público y que en la Argentina nadie lo tenga como alternativa realizable. Y el efecto fue el esperado: sorpresa, admiración, asombro y emoción. Como el reencuentro con una ex novia a quien después de muchos años de ausencia uno encuentra mejor. Y esa, creo, que es la razón fundamental de su éxito mundial: es un auto que mantiene la magia, si bien incorpora tecnología europea de primera mano, preserva -para el ojo diestro- decenas de guiños que lo emparentan de manera directa y emocional con el modelo que, en nuestro país, fue símbolo de su época y permitió que miles de familias accedieran a su primer auto.

Respecto de los otros dos retro que volvieron dignamente del sepia, el Volkswagen New Beetle y el MINI Cooper, el modelo de Fiat es el que mejor resuelve la ecuación pasado-presente. Por eso celebro el respeto por la historia y la revalorización de un mito sin traicionar su esencia.

Hoy más de 20 años después, por distintas circunstancias (también) es realmente difícil (imposible, ejem…) que pueda darme el lujo de tener un 500. Pero les garantizo que el deseo se desempolvó desde lejanas noches y el día que lo devolví, tardé un buen rato en dormirme.


Claudio F. Capace
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